miércoles, 4 de enero de 2012

Feliz Año, Jo.

Jn 1,35-42 “Venid y lo vereis”.

Así contestaba Jesús a aquellos que le preguntaban donde vivía. Y quienes le iban conociendo, se quedaban con él. Y hablaban de él a los demás. “Le hemos encontrado” es lo que decían. Le llega el mensaje a Simón y se presenta también ante Jesús, que se le queda mirando. “Tu eres Simón, hijo de Juan, pero ahora te llamarás Cefas (Pedro para los amigos)”

Hay quien dice que Jesús reclutaba, era quien te llamaba. En cierto modo era así, pero era realmente el corazón de uno el que se sentía llamado. Y hoy por hoy, sigue siendo el corazón el que se siente llamado.

Cuando conocemos a alguien y sentimos esa “afinidad” inicial, ese impulso que nos empuja a querer conocer a alguien, a preguntarle de dónde viene, dónde vive. Qué pregunta esta, ¿dónde vives? Como su la respuesta nos pudiera indicar quién es y qué tipo de persona puede ser. ¿Es importante donde vivimos? ¿Es importante con quiénes vamos? ¿Son ambas cuestiones que deban ir parejas? Seguramente no. Pero me llama enormemente la atención que el preguntaran DÓNDE vivía. Y aún más la respuesta “Venid y lo veréis”.

Cuando me preguntan donde vivo, la respuesta que doy depende de quién me la pregunta. Hay quienes me generan desconfianza y contesto con circunloquios. Hay quienes me agradan a primera vista y me lanzo en invitarles a ver dónde vivo.

Recuerdo cuando aún dependía de mis mayores (en realidad siempre debes depender de ellos) pedía permiso para traer a mis amigos a casa. Y me ilusionaba y anhelaba tener mi casa propia. Casa donde invitarles a quedarse a jugar sin mirar la hora. Si se hacía muy tarde quedarse a dormir. Y todo eso sin pedir permiso a nadie. Me parecía muy bonito tener la oportunidad de compartir tu casa con los amigos.

Ahora soy mayor. Tengo mi casa. Pero tengo un problema. Mis amigos son también mayores. Y alguno de ellos también tiene su casa. Y como en casa de uno no se está en ningún otro sitio. Quizá sea esa la razón por la que cuesta tanto tener invitados. Quizá sea esa la razón por la que cuesta tanto dejarse invitar. ¿Cómo puede ser que prefiramos la comodidad? ¿Acaso nos da miedo que nos tilden de interesados o gorrones? ¿Estamos seguros que educación es decir que no a un amigo?

Sí, ya sé. Da trabajo tener invitados. La casa se vuelve más desordenada. Nada se queda en su sitio. Con el tiempo deseamos tener el tiempo y el espacio para volver a la normalidad. A nuestra normalidad. La ayuda que nos pueda ofrecer la visita durante el tiempo que dure no la vemos demasiado valiosa. No tienen nuestro mismo sentido del orden y limpieza. Pero si se quedan sentados, les hacemos sentir demasiado en sus carnes la palabra “invitado”. Nos han educado a no ser demasiado “invitados”. Algo tenemos que hacer. Quizá valga con ayudar a recoger la mesa después de comer. Ofrecernos para fregar.

¿Y qué pasa con la casa de Dios? La casa de Dios es muy grande. Es como una esfera achatada que tiene jardines y numerosas casas. Si muchas veces los invitados a palacios tienen dificultades para ver al rey por la enormidad del sitio al que están invitados (y por la importancia del rey, claro está, no cualquier mindundi puede ver a su majestad aunque esté invitado a Palacio) imagino que es más difícil ver a Dios en la casa a la que hemos sido invitados. ¿Dónde tendrá su morada? ¿En el gran desierto de Gobi? ¿En la sabana africana?
Pero esto no es importante hoy. Hoy lo importante es cómo sentimos eso de ser INVITADOS. ¿Actuamos colaborando o somos de aquellos invitados que como tal nos lo deben dar todo hecho?

¿Alguna vez lo habéis pensado? Desde luego, soy de los que piensan que todo depende de la ocasión. Hay veces que tenemos que ser invitados puros, de los que se sientan y esperan a que la mesa esté puesta y nos sirvan los platos que iremos degustando y agradeciendo posteriormente. Otras veces notaremos la necesidad de colaborar y ser nosotros quienes sirvamos a otros que son invitados como nosotros. Hay tiempo para todo, entiendo. No todas las circunstancias son siempre las mismas.

Pero NO ESTÁ BIEN que un invitado se queje y NO HACER NADA para mejorar la situación de la que nos quejamos.

No está bien enrarecer el ambiente del lugar al que hemos sido invitados. No es educado tampoco. Aquí podría venir bien la frase “Cuando el diablo está ocioso mata moscas con el rabo”.

¿Es el aburrimiento lo que nos hace ser malos? Me estoy yendo del tema y de la lectura de hoy.

Pero el mensaje está claro y no soy nadie para enrevesarlo como lo hago. Pido disculpas.

¿Quién se viene a ver dónde vive Jesús? Está claro que nos ha dicho “Venid y vereis”.