Empiezas a trabajar. Eres joven y le pones entusiasmo a la vida. Ves como tus ingresos crecen. Consigues abandonar el nido, el hogar donde tus padres te han cuidado. Comienzas tu nueva vida. Quizá cerca de tus padres, quizá más lejos. La distancia te hace independiente. No quieres volver a pedirles nada. Bastante te dieron ya alimentándote y pagando una formación que siempre será útil directa o indirectamente para abrirte paso en la jungla de la vida.
Aprendiendo el valor del dinero empiezas a conocer las preocupaciones del adulto. Para juntar dinero es necesario el esfuerzo. Con tus primeros ahorros decides comprar una casa. Tu propia casa. El lugar donde llegas cansado de tu esfuerzo diario y, sentándote en el sofá comprendes el sentido de que hay que trabajar primero para poder descansar después. El resultado de tu trabajo te inyecta vitalidad para seguir adelante.
Tus padres están orgullosos. Han hecho un buen trabajo criando a una prole que supo valerse por sí misma.
Te aventuras en una hipoteca. Decides sacrificar parte de tu ocio para dedicar una buena parte de tu sueldo a pagar lo que hasta hace bien poco te parecía inalcanzable. Tienes tu propia casa. Ya no puedes gastar como antes, pero merece la pena el esfuerzo. Poco a poco vas amueblando la vida. Poniendo un poco de ti en cada pequeño rincón. Imprimiendo tu carácter. Adornando esto de aquí con un poco de sudor. Tu proyecto de vida va cobrando forma. Ves tu vida encarrilada. No podía ser de otra forma, desciendes de una familia de ferroviarios.
De repente, todo se ve truncado. Viene el descarrilo. La sombra del paro que se venía cerniendo sobre ti te atrapa definitivamente. Es inmediato. Todas tus ilusiones, todas tus energías te abandonan por completo. No sabes como decirlo. No habías aprendido todavía a tener que volver a los tuyos y decirles que no puedes valerte ya por ti mismo.
No quieres hacerlo. Te cuesta ver qué será de tu vida a partir de ahora. No quieres decir a nadie que ya no vales nada. No quieres que sepan que todo lo que tienes lo vas a perder. No sabes si te quedan amigos. Comprendes que ellos también tienen que cuidarse ellos mismos como para tener que pedirles favores. Algunos ya no te ven con los mismos ojos. No te gusta que te miren con pena. No quieres dar pena y prefieres no decir nada. Curiosamente, a los que más quieres, más les tienes engañados. No quieres que sepan lo que te pasa, no sea que al saberlo los acabes perdiendo. Y no quieres eso.
Empiezas a acordarte de Dios. ¿Por qué te hace pasar por esto? ¿Es que te lo mereces? ¿Qué fue lo que hiciste mal? ¿Por qué te castiga de esa manera?
No ves la salida. Esta nueva situación te desborda. Afecta a tu relación de pareja. Siempre pensaste que el amor lo puede todo. Pero todo acaba desmoronándose.
Prefieres no ver nadie. Evitas a toda costa encontrarte con alguien que pueda preguntarte qué tal estás.
¿Qué vas a hacer ahora? Ayer considerabas que eras feliz. Y hoy todo se te hace cuesta arriba.
Tu casa ¿qué será de ella? Cuando la compraste pensabas que si algún día no pudieras seguir pagándola, la venderías y ya está, que todo tenía solución. Pero cuando esa casa llega a representarte a ti mismo… perderla es como perderte a ti.
Tienes cierta edad y te consideras mayor. No crees que puedas volver a ser el que eras. Pensabas que habías superado ya lo peor y, qué tonto, vuelves a empezar a unas alturas de la vida que…ya no podrás volver a ser la mitad de lo que fuiste.
Quizá encuentres de nuevo trabajo, sí, pero con menos de la mitad del sueldo que habías estado percibiendo. Y no parece encontrarse fácil. Te sientes cansado. Y no sabes por qué. Si esto del paro no te hubiera sucedido… No tienes fuerzas para volver a levantar tu vida.
Es lo que hay.
Igual todo se soluciona con la vía. El tren tuvo mucha presencia en tu vida todos estos años. Piensas en lanzarte a ella. Así por lo menos haces que un tren llegue con retraso por una razón de peso. Pero por alguna razón, las alturas te empiezan a parecer más apetecibles e irresistibles. Comienzas a preguntarte qué se sentirá en el breve momento del fuerte impacto de tu cuerpo contra la dura acera. Igual es mejor que arrojarse a la vía. Mientras estás cayendo puedes, por un instante, ver pasar toda tu vida por delante de tus ojos, como en un intento vano de volver a experimentar todos aquellos momentos felices. Es una bonita forma de acabar. Te gusta la idea de llegar al suelo antes de recordar el capítulo de tu vida que te llevó a lanzarte en el vacío.