miércoles, 17 de agosto de 2016

Evangelio según San Mateo 20,1-16a.

La lectura de hoy es de las más sencillas de entender. Cuenta la parábola del viñador, que va reclutando trabajadores de para su viña a diferentes horas del día, pactando con cada uno de ellos, el mismo salario. Un denario de plata.

Lo primero que me llama la atención es que, a la hora de pagar, le dice a su administrador que pague primero a los últimos que llegaron. Y pasó lo que tenía que pasar. Que los ultimos de la cola, a la hora de cobrar, viendo lo que recibían los últimos que se unieron al trabajo, se imaginaron que ellos recibirían más salario que los últimos porque llevaban doblando el espinazo desde primera hora de la mañana. Este sentimiento lo entendemos todos bastante bien. Por alguna razón, el cerebro humano nos hace pensar así. ¿A qué vendrá ese afán de compararnos con los demás? ¿A creernos mejores que el resto? ¿Al quítate tú para ponerme yo? ¿Al yo tengo derechos y los demás deberes?

Por otro lado están las ganas de generar problemas por parte del dueño de la viña. Con lo fácil que hubiese sido ordenar al administrador que el orden de la cola a la hora de cobrar fuera primero los que antes empezaron a trabajar. De esa manera, los que habrían trabajado menos, se alegrarían por cobrar los mismo que los que habían trabajado más, mientras que los que habrían trabajado más, se irían a casa nada más cobrar o a gastarse el salario en juergas y no verían lo que cobrarían los que habían entrado más tarde a trabajar. No habría conflicto.

Y es que tiene que haber una razón por parte del viñador para preferir generar controversia. Desde luego, si lo pensamos desde el punto de vista de nuestro trabajo, cuando nos enteramos que un compañero que hace menos o tiene menos responsabilidad que nosotros, resulta que cobra más. Es ahí cuando nos damos cuenta de la importancia que tiene la negociación a la hora de firmar un contrato de trabajo. Luego es difícil llorar por subidas de sueldo. 

En la vida pasa lo mismo. Eso de sentarse a esperar a ver que pasa, a ver si viene un viñador y nos contrata y nos resuelve la vida con solo una hora de trabajo no tiene mucho sentido. A la vida hay que entrarle desde primera hora de la mañana. Desde que abrimos los ojos. Practicar delante del espejo nuestra mejor de las sonrisas y salir al mundo regalándola. Porque si bien es cierto, que nuestro salario ya está fijado, entiéndase salario por lo obtenido al final del día, al final de la jornada habremos acumulado un montón de buenas experiencias fruto de esa sonrisa que hemos regalado. Nos diferenciará del que ha empezado tarde a sonreir, entiéndase por sonreir al disfrutar de cada pequeña cosa que nos da la vida, el cúmulo de buenas experiencias, semillas plantadas y posibles nuevos amigos para esta vida que es más puñetera si no cuentas con ellos. 

El objetivo de esta lectura no es esto que yo interpreto, pues cuando leo el evangelio, a veces me viene un tormenta de ideas o, como prefiero llamarlo, porque connota más positivismo que la palabra tormenta, una luz a mi oscuridad, que me ilumina más allá de donde ven mis ojos. Lo que nos viene a explicar es la tan gastada frase "los últimos serán los primeros". Cuantas veces en las colas vemos gente que se cuela. O conduciendo. Te dan las luces por detrás porque quieren adelantarte para luego llegar a la vez. ¿A qué viene tanta prisa por ser el primero a costa de los demás? Ya se nos dice en otro pasaje eso de "quien quiera ser el primero, que se ponga a servir a los demás".

Lo importante del trabajo de la vendimia no es el salario, sino el fruto del trabajo. Eso de beberte un buen vino, no tiene precio. Para todo lo demás, Mastercard.


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